Propuse, en mis noches de insomnio, hablar acerca
de lo que yo, parapeto de escritor, cavilo asombrado de los quehaceres que nos
imponemos, y, por qué no, nos imponen inclementemente los adalides eclesiales.
Sí, esperé también, insistentemente, a la respuesta que usted, Licenciada y
mujer excelsa, continuara hablando de las puertas que, sin querer usted o yo, nos cerraron, el
tiempo y las múltiples ocupaciones que, a la altura del partido, no vienen
tanto al caso.
Por ello, cavilo. He dicho nuevamente cavilo, porque,
sin duda, es mi opinión que no es la de la gran mayoría de donde nos
congregamos, quienes, de buena voluntad, pero mucho atrevimiento, trastocan los
momentos dispensacionales abruptamente; y yo, quedándome, como siempre en la
Gracia que vivo y no la que me predican.
Y me imaginé a Moisés a punto de partir de este
mundo, dando sus últimos retoques fúnebres, y dando Bendiciones, y nombrando a
Josué como su sucesor. Pero me sorprendió a mí, que no puedo con las normas que
me obligan a cargar, con las palabras de éste: «Este mandamiento que
hoy te ordeno obedecer no es superior a tus fuerzas ni está fuera de tu
alcance. No está arriba en el cielo, para que preguntes: "¿Quién subirá al
cielo por nosotros, para que nos lo traiga, y así podamos escucharlo y
obedecerlo?" Tampoco está más allá del océano, para que preguntes:
"¿Quién cruzará por nosotros hasta el otro lado del océano, para que nos
lo traiga, y así podamos escucharlo y obedecerlo?" ¡No! La palabra
está muy cerca de ti; la tienes en la boca y en el corazón, para que la
obedezcas. Hoy te doy a elegir entre la vida y la muerte, entre el bien y el
mal. Hoy te ordeno que ames al Señor
tu Dios, que andes en sus caminos, y que cumplas sus mandamientos, preceptos y
leyes.»1 Y mi sorpresa fue al encontrarme con algo que yo
no entendía: Por qué el Patriarca decía esto y, mucho menos, ahora en esta altura
de la historia, se habla del mandamiento como
nuestro. Y entendí, sin duda, como generalmente suele suceder, que siempre es
más fácil decir algo que vivirlo. Y que es más cómodo, desde la posición de
Moisés, casi empacando maletas para la vida desconocida, decir que este
mandamiento no es superior a mis fuerzas o
que no está fuera de mi alcance. Y me
di cuenta, en mi afán de ‘agradar a Dios’ que fracasé en el intento porque,
como es lógico, hay cosas que me agradan y que no están dentro del canon de lo
correcto. Sí, ya sé, de primera mano, que sí: los mandamientos estaban fuera de
mi alcance; que parecía que estaba en el cielo y necesitaba que alguien viniera
a salvarme, que lo cumpliera por mí. Y también estaba casi del otro lado del
océano donde, inútilmente, traté de nadar y Dios me ayudaba a naufragar
constantemente. Y logré, en mi interior, saber que amo a Dios, pero que me
costaba al cansancio estar a la altura de los mandamientos, preceptos y leyes.
Fue ahí cuando, estimada compañera de baile, caí
en la cuenta de lo que yo no alcanzaba hacer, muy a pesar de lo que se me
exigía, y que tuve un desparpajo de alegría al considerarme impedido para tales
asuntos, porque lo veía a Él, a Jesús, viniendo del cielo para darle el
cumplimiento a mis intentos por llegar a la luna. Que el Cristo preexistente me
sirvió de puente entre mi océano y el otro más allá donde no iba a llegar
porque me era increíble por mí mismo. Que a Moisés le fue muy fácil decirlo,
pero a mí –y de paso, a la humanidad-, nos costaba imposibles noches de
insomnios. Y sí, estaba en el cielo; y sí, estaba más allá del mar; y sí, por
supuesto, Jesús lo hizo todo por mí.
1. Deuteronomio 30:11-16
1 comentarios:
Excelenteeee!!! Jesucristo solo quiere que le entreguemos nuestro corazón y el nos irá moldeando, para que poco a poco vayamos alcanzando su carácter; para que lo que hagamos o dejemos de hacer sea con amor y convicción y no por obligación.
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