He
decidido no pagar más el precio. Venga y le explico, venga y le cuento qué creo
ahora. Sí, claro, siéntese y escúcheme: he decidido no pagar más el precio.
La
historia comenzó cuando aprendí, de muy buena gana, que aunque la
salvación estaba disponible para todos, y que ésta se accedía a través de la
fe, no era más que una quimera, y un aviso mortuorio de un quehacer infinito de cosas que nada tenían que ver con la Gracia.
Sí,
claro, la Gracia: ese don inmerecido y que manifiesta la incapacidad del ser
humano por estar cerca de Dios. De eso,
aprendí, qué era la Gracia. Creo que eso me lo entiende con facilidad, lo noto
en su cara.
Sin
embargo, luego de tomar la Gracia por la fuerza, y creer en el poder de la
misma, me enseñaron que, de ahí en adelante, todo costaba: la unción, la gente,
el discipulado, la vida, la familia conversa, la prosperidad, la estabilidad
emocional, los dones, el ministerio. Y si bien, todas estas cosas no son
fáciles de asir, me hicieron responsable, a punta de largas jornadas de oración
y de lectura bíblica, la posible realización y consumación de éstas. Me hicieron un deudor a Dios por estas cosas, que yo lo pagaba a costilla de mí mismo.
“Hay
que pagar un precio”, me dijeron enfáticamente. Y yo pensé, tristemente, que
mis 5 minutos sinceros y cortos de oración no eran suficientes para ser próspero.
O que mi incapacidad de lectura comprensiva bíblica me hacía inmerecedor de
lecturas acerca de Dios. ¡Oh no, por favor, no me haga ese gesto! Prometo
terminar mejor.
Y
entonces yo decidí pagar el precio de una unción, hacerlo porque había que
hacerlo, porque Dios así trabajaba o, de esta forma, daba las cosas difíciles
de la vida; porque, después de todo, lo más fácil era ser salvo.
Y
cuando me estrellaba con una realidad donde mis oraciones nunca son absolutas para volar encima de las nubes, o las trasnochadas de adoración eran insuficientes
para caminar encima del mar, o mis aprendizajes memorístico de Juan 3:16 no me
alcanzaba para que mi sombra sanara la penumbra de los árboles, me di cuenta que
no hay nada que yo pueda hacer para pagar algo que Él me ha dado por Gracia.
Si
lo más fácil es ser salvo, como se dice por ahí, entonces, de ahí pa’bajo no
hay algo que Jesús no haya cautivado y alcanzado por mí. Y que no le echen la
culpa a mi improductivas oraciones tristes, o a mi voz desafinada en la
adoración, o a mi miopía lectora de por qué no he conseguido otras cosas;
porque pienso, después de todo, que hubo un Gran Precio que pagar –como de
salto de aquí a la luna-, y Él lo hizo por mí.
Buenas
noches, mientras se toma el café que le brindé.