El pueblo del libro

miércoles, mayo 22, 2019


Con el incendio a Notre Dame no se quema la cultura. No se va con las llamas su legado. Es cierto: hay una pérdida inmaterial que es difícil definir en palabras, en especial para quienes minimizan todo a un discurso de religión. Con Notre Dame se fue una forma en que se concebía a Dios; un microespacio que luchaba por descifrar lo intangible, una especie de Dios más allá de unas cuatro paredes, como intentando no encerrar al infinito en la finitud. Pero ya no estará todo. Sí, se reconstruirá porque el fin siempre es el hombre, y es este quien reescribirá una historia para las generaciones posteriores. Se dirá, con el paso de las décadas, que en 2019 se quemó Notre Dame, pero que eso no acabó con la existencia humana, ni con el signo que suponía la catedral; su ardor de llamas será parte de lo mismo: que el hombre cuente una nueva forma de ser. El mundo al que este representa no se detuvo ni se detendrá con las llamas. Es una pérdida dolorosa pero las manecillas del reloj avanzan sin cuestionar a quienes dejan atrás.

Es difícil creer que todo se encierra allí. Hay quienes piensan que el mundo se detiene por estas cosas. Hay quienes suponen que los signos son las cosas, ignorando que son eso: signos de algo que representan ─que me excusen el pleonasmo que parece─.

Me puse a pensar en las palabras premonitorias de Hebreos 8:10-11, tomadas de una profecía que Jeremías dijo algunos siglos antes. En este texto se habla de un nuevo pacto, lo que supone, por deducción simple, el fin de algún anterior: una vieja alianza dentro del imaginario colectivo. Pero he dicho que es premonitoria para nosotros ─quizás lo fue para los despistados escritores del texto del Nuevo Testamento, quienes (supongo) no tenían intención de que sus relatos tuvieran trascendencia más allá de su contexto─ porque revela una voz que le dan a Dios para expresar: «Pondré las leyes en sus mentes; las escribiré en sus corazones». Es decir, que el escritor reconocía ─paradójicamente mientras escribía─ que Dios anulaba un pacto anterior ─escrito en piedras─ para ponerla en la mente y corazón de la gente. Es como una contradicción donde lo escrito quitaría lo escrito para que hiciera habitación dentro de la razón y sentimientos de las personas.
El texto sugiere un autor que comprendía esto.

Va más allá: «Nadie enseñará a otro, ni entre hermanos se dirán que deben conocerme, porque todos me conocerán, tanto los más pequeños como los más grandes». Este Logos ─nombrado en Juan─ es permeable, dialogable, involucrativo y abarcativo. Este nuevo pacto supone que más allá de lo escrito ─en unas piedras, cualquiera que estas sean─ Dios escriba en la razón y en el alma (en la metáfora del corazón) revelando la trascendencia universal de Él por cerrar toda brecha que suponíamos que existía. Es decir, no habría necesidad de tratar de enseñar y dar a conocer a Dios porque Él mismo procuró, en este Nuevo Pacto, estar dentro de la mente y corazón de los otros. Indistintamente de creer o no, para mí, el Logos transita entre la credulidad, ateísmo, mentiras y verdades que todos los seres humanos podemos vivir; son «desde los más pequeños hasta los más grandes». Todos.

Sin embargo, a pesar de que «haya algo de eternidad dentro de nosotros», creemos que, como Notre Dame, la vida se suscribe a un lugar; en este caso, un libro. Hebreos trata de manifestar justo lo que nosotros no tomamos en serio a lo largo del tiempo: no hay un libro para codificar a Dios porque Él mismo está dentro de nosotros. Una introspección nos ayudará a comprender eso de que «todos lo conoceremos», porque no está fuera de nuestro alcance, aunque sea inalcanzable, de alguna o muchas formas.


Somos el pueblo del libro porque nos es imposible creer que Dios está por encima de nuestras religiosidades. Nos ha servido el Texto Sagrado para ser adalides de juicios y de murallas que se acabaron con un primer pacto. Ignoramos ─con temor reverente─ que podríamos trascender el código escrito.

Hay quienes creen que la fe es justo así: la necesidad de creer en la Biblia como regidor de las certezas propias y colectivas. Sin embargo, quiero expresar algo distinto ─si se pudiera─ que trascienda las letras ─«La letra mata…»─: creer que es posible creer sin la mediación del culto a la Escritura. Creer más allá del libro.

En algunos momentos suelo preguntarle a la gente que si le quitan la Biblia qué les queda. ¿Dónde va su espiritualidad? Claro, recibo respuesta que si Jesús utilizó el Texto por qué no nosotros, o por qué tal cosa ocurriría. Pero hagamos el ejercicio: ¿Depende nuestra percepción y realidad de Dios de la Biblia? ¿Qué tal si ocurriera lo que expone Hebreos en que lo escrito está dentro de nosotros y que excede un libro? ¿Se acaba todo dios si cuestionamos la Biblia o creemos que no es necesaria para una fe? Yo creo que no. Al contrario, considero que ─en la paradoja que resulta que el propio libro se libre─ el metatexto estriba en que Dios puede y excede nuestras religiosidades y comodidades adquiridas. Cuando esa voz divina dice: «Todos me conocerán» no se limita a quienes han accedido a los beneficios de un saber escrito en una tabla de ley, incluso si esta es la Biblia.

Aclaro: no le resto el valor a la Escritura porque, de seguro, es mayor a cualquier interpretación reduccionista que se me haga. Al contrario, propongo el pensamiento de que este Nuevo Pacto supone una trascendencia que se trata más allá de las normas: la vida. Poder vivir con libertad y conscientes de ella. No se acaba la fe y la espiritualidad si comprendemos que el texto es tránsito pero no destino. Que es posible hallar Logos en la libertad de la vida, cualquiera que esta sea. No se acaba la historia de la humanidad cuando nuestras catedrales se incendian y se vienen abajo. No se puede destruir la fe que está por encima de textos y escritos. ¿No es absurdo pensar que hay un dios que se supedita a un código lingüístico que es, per se, defectuoso? ¿No hay en esos errores humanos tanta divinidad para creer que no limita a un Ser superior en alguna otra esfera metafísica? ¿No hemos creído en un Logos que trascendió ese Viejo Pacto y que se encarna en algo más complejo que la lengua escrita?

No se destruye la fe cuando se encienden nuestras catedrales, porque si hay Dios ─como creemos─ supera al símbolo y trasciende las deficientes interpretaciones que le pudiéramos dar. Nuestro microcosmo es «solo sombra y no sustancia misma de las cosas», como dice el escritor.




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