Con el incendio a Notre Dame no
se quema la cultura. No se va con las llamas su legado. Es cierto: hay una
pérdida inmaterial que es difícil definir en palabras, en especial para quienes
minimizan todo a un discurso de religión. Con Notre Dame se fue una forma en
que se concebía a Dios; un microespacio que luchaba por descifrar lo
intangible, una especie de Dios más
allá de unas cuatro paredes, como intentando no encerrar al infinito en la
finitud. Pero ya no estará todo. Sí, se reconstruirá porque el fin siempre es
el hombre, y es este quien reescribirá una historia para las generaciones
posteriores. Se dirá, con el paso de las décadas, que en 2019 se quemó Notre
Dame, pero que eso no acabó con la existencia humana, ni con el signo que
suponía la catedral; su ardor de llamas será parte de lo mismo: que el hombre
cuente una nueva forma de ser. El mundo al que este representa no se detuvo ni
se detendrá con las llamas. Es una pérdida dolorosa pero las manecillas del
reloj avanzan sin cuestionar a quienes dejan atrás.
Es difícil creer que todo se
encierra allí. Hay quienes piensan que el mundo se detiene por estas cosas. Hay
quienes suponen que los signos son las cosas, ignorando que son eso: signos
de algo que representan ─que me excusen el pleonasmo que parece─.
Me puse a pensar en las
palabras premonitorias de Hebreos 8:10-11, tomadas de una profecía que Jeremías
dijo algunos siglos antes. En este texto se habla de un nuevo pacto, lo que
supone, por deducción simple, el fin de algún anterior: una vieja alianza
dentro del imaginario colectivo. Pero he dicho que es premonitoria para
nosotros ─quizás lo fue para los despistados escritores del texto del Nuevo
Testamento, quienes (supongo) no tenían intención de que sus relatos tuvieran
trascendencia más allá de su contexto─ porque revela una voz que le dan a Dios
para expresar: «Pondré las leyes en sus mentes; las escribiré en sus corazones».
Es decir, que el escritor reconocía ─paradójicamente mientras escribía─ que
Dios anulaba un pacto anterior ─escrito en piedras─ para ponerla en la mente y
corazón de la gente. Es como una contradicción donde lo escrito quitaría lo
escrito para que hiciera habitación dentro de la razón y sentimientos de las
personas.
Va más allá: «Nadie enseñará a
otro, ni entre hermanos se dirán que deben conocerme, porque todos me
conocerán, tanto los más pequeños como los más grandes». Este Logos ─nombrado en Juan─ es permeable,
dialogable, involucrativo y abarcativo. Este nuevo pacto supone que más allá de
lo escrito ─en unas piedras, cualquiera que estas sean─ Dios escriba en la razón y en el alma
(en la metáfora del corazón) revelando la trascendencia universal de Él por cerrar
toda brecha que suponíamos que existía. Es decir, no habría necesidad
de tratar de enseñar y dar a conocer a Dios porque Él mismo procuró, en este
Nuevo Pacto, estar dentro de la mente y corazón de los otros. Indistintamente
de creer o no, para mí, el Logos transita
entre la credulidad, ateísmo, mentiras y verdades que todos los seres humanos
podemos vivir; son «desde los más pequeños hasta los más grandes». Todos.
Sin embargo, a pesar de que
«haya algo de eternidad dentro de nosotros», creemos que, como Notre Dame, la
vida se suscribe a un lugar; en este caso, un libro. Hebreos trata de
manifestar justo lo que nosotros no tomamos en serio a lo largo del tiempo: no
hay un libro para codificar a Dios porque Él mismo está dentro de nosotros. Una introspección nos ayudará a comprender eso de que «todos lo
conoceremos», porque no está fuera de nuestro alcance, aunque sea inalcanzable,
de alguna o muchas formas.
Somos el pueblo del libro
porque nos es imposible creer que Dios está por encima de nuestras
religiosidades. Nos ha servido el Texto Sagrado para ser adalides de juicios y
de murallas que se acabaron con un primer pacto. Ignoramos ─con temor
reverente─ que podríamos trascender el código escrito.
Hay quienes creen que la fe es justo así: la necesidad de creer en la Biblia como regidor de las certezas propias y colectivas. Sin embargo, quiero expresar algo distinto ─si se pudiera─ que trascienda las letras ─«La letra mata…»─: creer que es posible creer sin la mediación del culto a la Escritura. Creer más allá del libro.
En algunos momentos suelo
preguntarle a la gente que si le quitan la Biblia qué les queda. ¿Dónde va su
espiritualidad? Claro, recibo respuesta que si Jesús utilizó el Texto por qué
no nosotros, o por qué tal cosa ocurriría. Pero hagamos el ejercicio: ¿Depende
nuestra percepción y realidad de Dios
de la Biblia? ¿Qué tal si ocurriera lo que expone Hebreos en que lo escrito
está dentro de nosotros y que excede un libro? ¿Se acaba todo dios si cuestionamos la Biblia o creemos que no es necesaria
para una fe? Yo creo que no. Al contrario, considero que ─en la paradoja que
resulta que el propio libro se libre─ el metatexto estriba en que Dios puede y
excede nuestras religiosidades y comodidades adquiridas. Cuando esa voz divina
dice: «Todos me conocerán» no se limita a quienes han accedido a los beneficios
de un saber escrito en una tabla de ley, incluso si esta es la Biblia.
Aclaro: no le resto el valor a
la Escritura porque, de seguro, es mayor a cualquier interpretación reduccionista
que se me haga. Al contrario, propongo el pensamiento de que este Nuevo Pacto
supone una trascendencia que se trata más allá de las normas: la vida. Poder
vivir con libertad y conscientes de ella. No se acaba la fe y la espiritualidad
si comprendemos que el texto es tránsito pero no destino. Que es posible hallar
Logos en la libertad de la vida,
cualquiera que esta sea. No se acaba la historia de la humanidad cuando
nuestras catedrales se incendian y se vienen abajo. No se puede destruir la fe
que está por encima de textos y escritos. ¿No es absurdo pensar que hay un dios que se supedita a un código
lingüístico que es, per se,
defectuoso? ¿No hay en esos errores humanos tanta divinidad para creer que no
limita a un Ser superior en alguna otra esfera metafísica? ¿No hemos creído en
un Logos que trascendió ese Viejo
Pacto y que se encarna en algo más complejo que la lengua escrita?
No se destruye la fe cuando se
encienden nuestras catedrales, porque si hay Dios ─como creemos─ supera al símbolo y trasciende las deficientes
interpretaciones que le pudiéramos dar. Nuestro microcosmo es «solo sombra y no
sustancia misma de las cosas», como dice el escritor.
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